Estampas de olvido mariano. La
imagen de la estampa, solo la palabra, tiene una amarga reminiscencia, a
la religión, a la mala religión y a la mala
educación. Amarga de puro violenta, como su acción, ella tampoco es inocente:
“estampar contra la
pared” lo decían del efecto que produciría una bofetada -de
manera figurada, claro- como la cosa más natural del mundo. A lo que
el
estampado sobre la tela o sobre cualquier otra superficie,
le quita hierro
a la cosa, pues me viene a la
cabeza, un mar de
colores,
la suavidad, la
ligereza, y también, porque tapa, porque esconde, porque llega un día en que puedes
elegir el disfraz para el resto de tus días ¡Una maravilla…lo tiene todo! Adoro
las
telas. Al trasluz,
sin son lo suficientemente finas, permiten llegar a los
oídos la música del despertar, como una campana sobre los hombros, resuenan los dones de la vida, voces acurrucadas
y los objetos
esperando con paciencia que los miren para romper la tragedia de las horas inoculada en un suspiro, para
respirar, para no ser ninguneados por la mirada, arrostrados al mundo usado sin la menor pericia, sin la menor vergüenza.
Se
envuelven como husos entre las manos y los ojos que ven, como una maraña inseparable ¡Si no persiguen
más
que
la vida de sus
dueños!
¿Te haces invisible? No, para ver mejor, para acceder al hueco de las cosas, de las personas, de los animales. Invisible, soy por cuenta ajena, de
los otros. Con los hilos cortados no
puedo colocar mi
cuerpo, ni tan
siquiera, ocupar el sitio que me
pertenezca. No pertenezco, expulsada de la red, no tengo a donde asirme. La mirada del otro lanza un aviso. Y yo pido auxilio. Las luces contra la tela me devuelven al lugar del recorrido sin una
huella, sin una señal a
la que acogerme, solo envuelven
las
cosas despertándolas para mí, lo cual ya es suficiente, hasta la mañana que escupirá las
luces guardadas desde el amanecer. Hay cosas imposibles, como
la de hoy, comer chocolate con churros.
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