Una mujer alta, gorda, el cutis terso y la cara
curtida por la edad y por el trabajo, el moño recogido hacia atrás
en
un rodete, el pelo negro, resurgiendo alguna cana entre las sienes. Enteramente vestida de negro. No sé si aquella cara era el resultado de tal estiramiento o del trastear con leche.
Vendía huevos y leche, salían de
la nada. El despacho de venta, impoluto,
pintado de verde manzana, como un sanatorio, como un manicomio,
recogido
del calor
a
través de la
penumbra luminosa.
En lo alto se descorría una mampara de madera y su hija se asomaba,
alta, delgada, muy bonita, con el
pelo
trigueño recogido como su madre. Su belleza era escondida, matizada por
el gesto de sufrimiento incrustado en el semblante. Se dirigía a mí dejando caer
una
larga trenza de preguntas
que no alcanzaba el suelo. La madre le instaba, una
y otra vez, a retirarse con
paciencia
y autoridad.
Ella
temblaba
y
continuaba su letanía enfebrecida, temerosa en su apresuramiento. Confusa,
yo recogía el paquete de
huevos
bien envueltos
en papel de periódico
y me despedía. La visión
de la princesa
convertida
en
ángel, convertida en presa. Ni rastro de la leche. El paquete, la vuelta del cambio en la otra mano, guardaba
un
tesoro sin descubrir, el de
la princesa muerta. Pero ella vivía en
la torre alejada y ajena al cada día. Yo por tanto volvía y volvía a pisar el suelo caliente
de
la acera, vacío y lleno de gente conocida que pasaba sin dar
conmigo. El trayecto era corto, al llegar, mi madre me pidió el cambio. Yo no lo tenía, no
sabía. El rapapolvo fue mayúsculo, demencial, la tierra se abrió, las monedas estaban al fondo. Engastada en el precipicio, sorteé sus profundidades gracias a la trenza de Rapunzel.
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