jueves, 15 de enero de 2015

Antes de comenzar


Busco con la mirada, un perfil que no acabe nunca, sobre el cual se pueda derramar la luz del día sin herir. Me he levantado hoy con la intención de desayunar fuera de casa. Aquí estoy,  observando  el  pulular  de  la  ciudad, adormecida a medias, como yo. Aunque el sol irradia luz de sobra; comienza a mostrar recovecos inesperados entre las sombras rectas y angulosas. Me he pedido el crepe por venganza; por añoranza o por el afán, imposible, de recuperar una alegría cierta, cercana a los inicios; a los momentos etéreos sin tiempo; sobre los que puedo aún navegar sin grandes preocupaciones, sin astrolabio. Éstos -en su mayor parte de puro aburrimiento-, al paso de los años, revierten lo mejor de ellos a pequeñas dosis, su esencia, su perfume. La sombra del mandarino a mis pies. La luz y la sombra encajan un vao, imposible de llenar, al que ahora me traslado en vuelo raso; pero vuelo al fin y al cabo.
Quién sabe si el día se endulzará por cuenta de unas crepes bañadas en miel ¿Le dará el brillo que la hace transparente? De la luz no veo sino el intenso azul del cielo; el blanco y el azul; el blanco como un anuncio alegre y el azul para envolverme bajo su toldo. Cuando pienso en la felicidad, me viene a la cabeza en forma de un pañuelo finísimo, reposando sobre ella; el color caramelo de los recipientes de barro domésticos: los lebrillos, la pileta donde lavaban las mujeres. El brillo dorado de la miel dispara la sensación de hallar un lugar feliz.

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