De los tejados amplios y de pendientes espectaculares
resbalan párpados de ojos grandes, el iris se abre a
través de un ventanuco de siglos mirando la ciudad. Sus tejas de un rojo
brillante unas y otras revestidas de musgo forran las calles cuando te elevas
sobre ellas en las escaleras que abren el barrio antiguo a un laberinto. La noche los cierra y sorprende a la
mañana su vigilancia atenta al trasiego urbano. A la que me percato, una mezcla de inquietud y perplejidad me arrolla, acostumbrada a mirar ciudades y no a ser mirada por ellas. La misma inquietud que atenaza el observar por primera vez las casas semienterradas en
el campo, camufladas a fin de eludir las invasiones continuas sufridas por este
pueblo. Estos ojos miran escondiendo que lo son. De ahí el susto cuando los
descubres. Ojos y bocas según la cantidad y disposición de las
buhardillas. Son auténticas caras. Sibiu te mira.
Inmersa en el pasado con sorpresa mientras deambulo por sus calles antiguas. Al cabo del paseo, y ya en Brasov, entramos en un café-teatro de nombre infame y ambiente artístico maravilloso. Recostada en un sillón de cuero, en una mano el “lapte mateado” y en la otra el cigarrillo, escucho a Cesárea Évora. De pronto, me viene el presente a la memoria y mi mujer sonríe.
Inmersa en el pasado con sorpresa mientras deambulo por sus calles antiguas. Al cabo del paseo, y ya en Brasov, entramos en un café-teatro de nombre infame y ambiente artístico maravilloso. Recostada en un sillón de cuero, en una mano el “lapte mateado” y en la otra el cigarrillo, escucho a Cesárea Évora. De pronto, me viene el presente a la memoria y mi mujer sonríe.
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